El 4 de febrero de 2009, un grupo de hombres integrantes de la Columna “Mariscal Sucre” de las FARC, retuvo a 20 indígenas (hombres, mujeres y niños), pertenecientes al resguardo Tortugaña - El Bravo - Telembi, ubicado entre Barbacoas y Samaniego, comunidad Awá, departamento de Nariño. Tras someterlos a todo tipo de vejámenes, asesinaron de forma cruenta a varios de ellos. Uno de los jóvenes que alcanzó a escapar, relató cómo fueron amarrados por los guerrilleros y llevados a la quebrada el Hojal de la comunidad el Bravo allí, según dijo “nos golpeaban con garrotes, los niños pedían auxilio y gritaban aterrorizados”. Este testigo de excepción, observó cómo fueron asesinados con arma blanca sus compañeros. “No sabía cuántos muertos había, pero en ese momento ya eran muchos, les dieron machete y los remataron a plomo”, agregó.
Según informaciones de la comunidad, los guerrilleros regresaron al día siguiente por los niños que habían sobrevivido, de ellos, en su momento, no se supo la suerte que corrieron. Como resultado de esos luctuosos hechos, se produjo un desplazamiento de las familias sobrevivientes hacia Samaniego, Buenavista (Barbacoa) y Planadas Telembí, con un nuevo agravante pues la guerrilla, en su afán de causarles el mayor daño posible, había sembrado de minas las diferentes vías de acceso.
Días después, el 11 de febrero de 2009, las FARC en un documento firmado por Alfonso Cano y Pablo Catatumbo, intentaron explicar con una torpeza infinita, tal vez comprensible para sus huestes, pero no para la opinión, los motivos por los cuales se había ordenado esa masacre. El documento, publicado por la agencia de noticias de la organización terrorista, en uno de sus apartes dice: “Esta acción nuestra no fue contra ocho indígenas, fue contra personas que independiente de su raza, religión, etnia, condición social, etc, aceptaron dinero y se pusieron al servicio del ejército en un área que es objeto de un operativo militar".
Entre sus ligerezas, omitieron contar que los muertos no fueron ocho, sino diecisiete, que según la Organización Nacional Indígena de Colombia, ONIC, respondían a los nombres de: Walter, Ancizar, Victorio, Adonias, Juvencio, Estorgio, Robinson, Jairo y Jaime Cuasaluzan, Clelio, Adoldo, Oscar Nastacuas, Walterio, Isaías, Mauricio, Omaira García y Patricia Guanga. Estas últimas se encontraban en avanzado estado de embarazo, lo cual no fue obstáculo para ser asesinadas por sus verdugos, quienes en su loca purga, al mejor estilo estalinista, no atendieron razones.
Como dato curioso, vale la pena comentar que las acciones desarrolladas por la “Mariscal Sucre” han estado siempre revestidas de crueldad. Meses después de cometido el asesinato colectivo de los Awá, el 21 de noviembre de 2009, en la carretera que comunica a Pasto con Tumaco, cerca del municipio de Ricaurte, guerrilleros de esa columna dispararon contra un bus de la empresa Transipiales. Tras asesinar al conductor, incineraron el vehículo sin permitir a sus ocupantes apearse, el resultado: cuatro adultos y dos niños de brazos muertos, once campesinos heridos por arma de fuego y con graves quemaduras. Todo ello seguramente para reafirmar su compromiso revolucionario, el cual por lo visto, no es distinto que el exterminio de comunidades vulnerables.
Masacres como la perpetrada contra los Awá lograron poner, en su momento, en el epicentro de la discusión, lo que diversas etnias han considerado como una acción sistemática de exterminio por parte de las FARC. A esas muertes, se suman varias denuncias por actos criminales contra otros grupos indígenas. Sin embargo, pese a la consistencia de los argumentos, evidencias y testimonios, estos han sido desdeñados convenientemente por algunas organizaciones, que han preferido solo mencionar otros casos (de menor proporción y alcance) que se atribuyen al Estado colombiano, por acción o por omisión.
Es el caso de dos asesinatos ejecutados en 2004, por miembros de las FARC, contra el líder indígena Plinio Piamba Jiménez, de 50 años, gobernador yanacona del resguardo de Frontino, Municipio de la Sierra, Cauca, y su hijo Mario Piamba Noguera de 16 años, hecho que fue denunciado oportunamente por la Onic. Según algunos testimonios, los asesinos los obligaron a salir de su vivienda, los desnudaron para luego golpearlos salvajemente. Finalmente, cuando sus cuerpos habían sido molidos a garrote, les dispararon en presencia de varias mujeres y niños.
Otro ejemplo del silencio sobre estos crímenes, es el del Mamo Mariano Suárez Chaparro. Este anciano indígena, de 70 años de edad, fue asesinado el 6 de noviembre de 2004 en la vereda el Chinchorro, ubicada en la cuenca del río Aracataca, en territorio del Departamento del Magdalena. El líder espiritual arhuaco, se encontraba organizando un nuevo asentamiento en el mencionado lugar. Tras su muerte, miembros de la comunidad comentaron que Suárez Chaparro, había sido amenazado por el Frente 19 de las FARC “por adelantar importantes procesos, que buscaban alcanzar la unidad entre los Mamos y las autoridades de las comunidades de las cuencas de los ríos Aracataca y Fundación, y a su vez, con las demás autoridades de todo el territorio del pueblo Arhuaco y de buena parte de las comunidades del pueblo Kogui”. Estos encuentros propiciados por el Mamo Suárez, no estaban “autorizados” por las FARC, pues nada peor que la unidad indígena en territorios que son de interés estratégico para el grupo ilegal y sus aliados en el narcotráfico.
Como Piamba y Suárez, varios líderes han sido asesinados por las FARC. Los motivos son siempre los mismos: la no rendición de sus comunidades a las exigencias del grupo terrorista, y su paulatino restablecimiento en los territorios ancestrales. Yanaconas, Nasa, Awá, Kankuamos, Chamies, Pataguales, entre otros, vienen siendo víctimas sistemáticas de la actividad criminal de las FARC y de bandas emergentes. Los intereses estratégicos y económicos por el control de las rutas, la producción y la distribución del narcotráfico, que atraviesan los territorios ancestrales, han agudizado la situación de las etnias y han complejizado el escenario de las denuncias internacionales. La intención de las guerrillas y la de tantos otros criminales, que buscan someter a sus designios a las comunidades, ha ocasionado una ruptura cultural y territorial que ponen en peligro la subsistencia y la unidad de estos pueblos.
En el caso de las guerrillas, los indígenas deben hacer parte de la guerra revolucionaria. Su participación en el conflicto, es aún, un desafío para la democracia, y para la propia comunidad que enfrenta presiones de todo tipo y la amenaza constante a su unidad. Del reclutamiento selectivo, las guerrillas pasaron, al intento del dominio comunitario, a la suplantación de las autoridades legítimas por simpatizantes o militantes, que han promovido sus intereses a sangre y fuego, para consolidar su poder organizacional y su predominio territorial. Esta situación ha contribuido en la alienación democrática de las comunidades respecto del conjunto de la sociedad colombiana, y por lo tanto, al estancamiento de su desarrollo.
El papel de las ONG´s, como de quienes se rotulan con el pomposo título de “sociedad civil” y la comunidad internacional, es aun inconsistente. Sobre todo para aquellas instancias que tradicionalmente ponen en marcha la maquinaria de denuncias contra el Estado, pero que frente a acciones criminales como la emprendida contra los Awá o las muertes de líderes como Plinio Piamba o Mairiano Suárez, solo dejan rodar sus plumas, para dejar sentada una escueta y escurridiza “voz de protesta”, que como dirían las señoras, es sólo para no quedar mal con la gente y de paso “condenar la violencia de los grupos armados”, sin especificar cuál o qué tipo de grupo.
La masacre de los Awá no ha de quedar impune. Como tampoco deberán silenciarse las denuncias sobre tantos asesinatos que confirman que las FARC iniciaron, de tiempo atrás, una campaña de exterminio étnico sistemático con el fin de revertir sus derrotas militares en regiones que les proveen recursos producto del narcotráfico, presionando a las comunidades indígenas para que accedan a desarrollar los planes estratégicos que involucran sus territorios y comunidades.
Ojalá que en medio de las liberaciones anunciadas por los criminales farianos, no olvidemos que es posible que esa organización terrorista, acostumbrada a utilizar perversos entuertos para distraer la atención, lance su velo mediático para “invitar” a celebrar el regreso a la vida de unos, procurando ocultar los rastros de sangre y el dolor causado a otros, especialmente el de aquellos por quienes nadie marcha, por muertes que no tienen precio en el generoso mercado de las demandas administrativas y que apenas son llorados por unos descendientes, que se debaten entre la pobreza y la desesperanza.
De seguro los medios se ocuparan del justo regreso de los secuestrados, pero ojalá no olviden que aun deambulan los cadáveres insepultos de los Awá que, por cuenta de este nuevo cuentagotas de las FARC, aspiran a que el país no deje de recordar el segundo aniversario de la masacre, pero sobre todo que se haga justicia y no caigan en el olvido.
*Historiador militar.