Va una anécdota. Acá en Los Ángeles tengo un grupo de amigos mexicanos que no tienen absolutamente nada que ver con el periodismo. Ésa es su primera virtud. La segunda es doble: su sencillez y honestidad. Hace unos días, en una breve reunión, les pregunté qué pensaban de que, de acuerdo con las últimas cifras de la demografía californiana, los hispanos somos mayoría en el estado por primera vez desde 1850. Varios no conocían la noticia, otros la habían oído por televisión. Pero en algo coincidían todos: nadie se dijo sorprendido. “León”, me dijo uno, “si esto siempre ha sido nuestro. Ya lo reconquistamos hace rato”.
El buen humor de mi amigo no es casualidad. En muchos sentidos, los sonidos, sabores y sensaciones de California son los de México. Es prácticamente imposible ir a cualquier lugar sin escuchar, de pronto, la melodía del idioma español. Las calles de las ciudades californianas están salpicadas de letreros en nuestra lengua. En el centro de Los Ángeles hay “callejones” de ropa con puestos de comida y el incesar sonsonete de los vendedores mexicanos. Si algún día tiene el lector la posibilidad de darse una vuelta por acá lo invito a pasearse por el propio centro o por el sur de la ciudad o casi por cualquier sitio. Cierre los ojos. Toda proporción guardada, se sentirá en México.
Y esto apenas empieza. De acuerdo con proyecciones de Pepe Merino en un estudio publicado en Univisión a raíz del anuncio de la mayoría hispana en California, para el 2060 (dentro de solo cincuenta años) el número de condados californianos donde los hispanos representarán más del 50% de la población habrá crecido casi exponencialmente.
Así que no hay vuelta de hoja: éste es un parteaguas demográfico muy significativo.
Pero también hay que decir que la relevancia de un grupo social no se mide sólo en números.
Como bien apuntan Pepe Merino y su equipo en su estudio de la nueva mayoría hispana en California, a pesar de que los hispanos ya se acercan al 40% de la población total del estado, solo el 11% de los alcaldes son latinos. Merino también hace una lista de los políticos de origen hispano que han tenido alguna relevancia en el escenario nacional. Los nombres son los de los sospechosos comunes: Rosario Marín, Gloria Molina, Antonio Villaraigosa y un breve etcétera. En suma, hay una desproporción entre la creciente y apabullante relevancia demográfica de los hispanos y el número de figuras políticas de auténtica influencia que ha producido la comunidad. Esa dinámica debe dar pausa a la euforia latina en California y a las proyecciones de “hispanización” en el resto del país.
Lo cierto es que el innegable beneficio que traerá consigo la demografía (tarde o temprano, los números serán la panacea para curar la terquedad republicana en Washington) importará poco -o menos de lo que podría pesar- si los hispanos no se las ingenian para producir un mayor número de líderes políticos al menos a escala local. Los hispanos no sólo deben ganar posiciones en el censo, tendrán que hacerlo también en las alcaldías y los congresos estatales. Eventualmente, claro, deberán conquistar sitios en Washington. El primer paso es traducir las cifras demográficas en votantes registrados y activos. La disparidad entre el número de hispanos y el número de hispanos empadronados es asombrosa y, a la larga, nociva. Sonará drástico, pero es verdad: en una democracia, no es lo mismo nacer que votar.